24 de noviembre de 2018

(In)humano



El aire de Buenos Aires todavía le resultaba pesado. Hacía 120 años que vivía en la capital y aún así no lograba acostumbrarse.
Ese día se había levantado como todos los humanos que viajaban en tubo cada mañana para ir a trabajar. “Es solo un minut…”, se mentalizó respirando hondo y cuando se dio cuenta ya había llegado a su espacio de trabajo. Todavía le resultaba difícil atravesar esa sensación de desintegración, de volverse partículas por un segundo hasta recuperar la apariencia humana.
Un cubículo blanco con un escritorio y una silla lo esperaban para empezar a atender a los suicidas. Ahí iba a estar las siguientes doce horas, como todos los días. Llegó a horario, como siempre. Exactamente a las 9. Enseguida pidió un café desde la aplicación para “Colaboradores del Bienestar”, se sentó y empezó a trabajar. No se levantaba ni para ir al baño. Estaba programado para aguantar y responder a sus necesidades fisiológicas en horarios preestablecidos.
Se acostumbró a esa rutina desde la última crisis del 2018, en la que se quedó sin trabajo. Él y el 90% del país. El otro 10% concentró el poder y la riqueza de tal manera que dominaron todo y no hubo vuelta atrás. A él se le asignó el número 12043 cuando hizo los nuevos documentos de identidad de la nueva era. Ya ni el nombre se atesoraba.
12043 tenía como tarea principal atender a los suicidas, esos que vivían al borde de la muerte todos los días, en su realidad virtual, que era la única que existía y en la que todos vivían sus vidas programadas. Los suicidas, allá por el 2018, eran llamados “influencers” y vendían su imagen para ganar dinero en las redes sociales. Cuando la vida de todos se tornó un reality virtual, estos personajes entraron en un estado de locura irrecuperable, porque nunca más fueron el centro de atención. Por disposición del “Gobierno de la Nueva Era”, todos pasaron a vivir sus vidas de forma virtual, era la única manera posible de relacionarse con otros de forma segura y real, con lo cual desapareció el interés en los influencers. Ahora todos podían vender a otros cada producto que compraban o servicio que contrataban, una y otra vez, gratis, las 24 horas, los 365 días del año.
En su box de trabajo, 12043 escuchaba a los suicidas desahogarse. Le detallaban las mil y una formas de matarse que habían googleado, que habían probado sin éxito y las que les faltaban probar; le contaban cómo pensaban grabarse para que su muerte quedara en la nube para siempre, pues esa era la forma de dejar una marca en esta vida. Les preocupaba mantener sus redes sociales activas aún después de la muerte, por eso contrataban empresas que programaban posteos de usuarios post mortem, un servicio que estaba muy de moda al igual que el de los fotógrafos para las selfies del entierro.
Ese día 12043 terminó su jornada laboral, como todos los días, a las 21. Cuando estaba por ingresar al tubo para regresar a su cápsula apareció ella. ¿Bruno?”, le dijo y él se dio vuelta para mirarla, sobresaltado por escuchar una voz humana en vivo y en directo, y tan cerca. ¡No puedo creer que te encontré! ¡Tantos años…! Yo sabía, yo sabía...”, exclamaba desesperada.
¿Perdón? Debe estar confundida. Yo no me llamo Bruno. — murmuró apenas, asustado y sorprendido por escuchar su propia voz después de tanto tiempo.
No, estoy segura, ¡sos vos!… — Se acercó y él dio un paso hacia atrás. — Miráme, acá estoy, soy mamá.
¿Mamá? Yo no tengo mamá. — dijo temblando mientras apoyaba la tarjeta en el lector y esperaba impaciente que se abriera la puerta para escapar por el tubo. En ese instante antes de partir para su cápsula, vio que los “Guardianes de la Felicidad”, esos que nunca dejaban que nada se alterara para que la vida de la comunidad transcurriese en paz y armonía, se estaban ocupando de neutralizar a la mujer.
12043 llegó a su hogar a las 21.01, fue al baño, se bañó, preparó su comida y se fue a dormir. Así estaba programado para hacer esas tareas todos los días. Antes de dormir, pensó no muy convencido: —“Nada de qué preocuparse”.
De lo que nunca se enteró es que esa noche los “Vigilantes de una mente saludable” ingresaron a su cápsula mientras dormía, le quitaron el chip —ese que todos tenían desde el reseteo general de identidad— para borrar aquel episodio con la mujer que dijo ser su mamá y se lo volvieron a poner. Porque así era cómo cuidaban a sus ciudadanos, para que nada los alterara en pos de su bienestar.

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