Julia permaneció tirada sobre la alfombra varias horas,
inconsciente. Rubén, mi dueño, terminó con la paliza y se fue a acostar, como
todas las noches que no salía a despuntar el vicio.
Cruzamos miradas con la mujer golpeada por unos
segundos antes que se desmayara y
me fui a la cocina. El ambiente en el living era asfixiante: mezcla de alcohol,
humo y violencia. Lo de siempre.
Me quedé dormido hasta que escuché el despertador. Me
apresuré a ir a la habitación a darle los buenos días. Julia ya estaba acostada
a su lado. “Hola, peludo ", fue lo
primero que dijo al abrir los ojos.
Conmigo era cariñoso. Cada vez que Julia volvía a su
casa de La Plata y nos quedábamos solos me decía que yo le hacía recordar a su
infancia: las tardes en la pileta, los paseos en el parque, la chocolatada en
lo de la nonna mientras miraban Pelito. Claro que ahí no era yo el peludo sino
Cholito, pero me decía que éramos tan parecidos que debíamos ser parientes
perrunos.
“Menos mal que
estás vos peludo … Qué sería de mí sin vos…”, fue lo
primero que me dijo esa mañana. Ahí nomás, Julia volteó para mirarlo con su
cara moretoneada, se levantó abruptamente de la cama y se encerró en el baño.
Al escuchar el portazo, él fue adoptando “la pose”, la
del arrepentido. Encorvado, cabeza gacha, voz quebrada; como expresando un
llanto sin lágrimas. Se paró delante de la puerta del baño y suplicó “Dale, princesa , no te enojes”. Y empezó con el clásico
repertorio de excusas y promesas: “Es la
última vez que lo hago”, “pero vos
tampoco me des motivos”, “¿te vas a
portar bien?”.
Espié toda la escena desde lejos, como un voyeur de
cuatro patas. Ella salió, se abrazaron, se besaron y terminaron enredados en
las sábanas y en un sinfín de gemidos de placer. Me dormí para no escuchar ni
verlos más y me desperté con el sonido de la puerta de entrada al cerrarse.
Clap. Julia se fue a trabajar.
Rubén se estaba duchando. Lo adiviné por ese ruido
monótono del agua al chocar contra un cuerpo sólido. Ssshhhh… Ssshhh. Me senté
en la entrada del baño y lo esperé pacientemente. Nunca me dejaba entrar. Y yo
obedecía. Siempre.
Sonó el timbre.
“Ya voooooy”.
Mi dueño se apresuró hasta la puerta con una toalla atada a la cintura y el
cuerpo a medio secar. Fui detrás de él con la idea de saludar a Julia que
seguro se había olvidado algo.
—Hola, vine porque me lo
pediste.
—Hola, princesa .
No me percaté enseguida porque el cuerpo de Rubén me
tapaba la visión. Me asomé tímidamente y descubrí a otra mujer que cortó por un
momento con su malhumor saludándome como a un bebé. A mí, que ya tengo trece: “Hola, perrito lindo”. Suspiró y agregó: “Con vos no se cumple eso de que los perros
se parecen a sus dueños”. Le correspondí el saludo con un movimiento de
cola, como hacía siempre en respuesta a comentarios de ese estilo.
“Princesa, no
seas tan dura conmigo”. Y empezó de nuevo con el mismo repertorio, hasta en
el mismo tono: dulce, encantador, irresistible. Pero con ella no tuvo efecto.
Sentada en el sillón, con la cartera colgando como con ganas de irse en
cualquier momento, lo miraba fijo con ojos de furia.
Cuando él terminó con su monólogo, ella dijo,
contundente: “Lo nuestro no da para más”.
Se paró y caminó hasta donde estaba Rubén. Se sacó un anillo y lo tiró dentro
de la taza de café que él tenía en sus manos.
Eso bastó para que mi dueño se transformara en
su otra versión, esa que nunca me gustaba. Y después vino lo de siempre. La
violencia que a veces llegaba a muerte. Esas ganas despiadadas de matar, que
era su vicio.
Atardecía cuando Julia llegó a casa y me saludó con un
dulce “hola, peludo, llegó mamá”.
—¡Hola, princesa! Vení para acá. ¡Cuánto te extrañé!
Así apareció Rubén en escena, a quien no había visto
más desde la mañana temprano. Se besaron, se abrazaron, con una pasión
desmedida. “Me zafé de nuevo”, dijo,
poniendo cara de niño que se mandó una travesura.
—Sí,
vi algo de sangre en la alfombra... No te preocupes, después llamamos a la
chica que limpia así viene y deja todo impecable… Cosas que pasan.
Se tomaron de la mano y se fueron, muy enamorados.
Escuché el motor del auto que arrancó y se fue desvaneciendo a medida que se
alejaban.
Fui al living y encontré sobre la alfombra un anillo
tirado, en medio de pintitas de sangre y de café, que iban a ser muy difíciles
de sacar.
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