20 de abril de 2024

Ánimas

Muertos vivos que conviven con oficinistas de Microcentro. A veces es difícil notarlos. Los vivos parecen más muertos que los que verdaderamente lo están. Dicen que salen solo de madrugada a vagar por esas calles inhabitadas, aunque yo los vi de día. Deambulan entre nosotros, los mortales, es solo cuestión de prestar atención.
Son las ánimas de quienes dedicaron su vida al trabajo. Esos que, como vos, amanecen a las siete con el timbre de una alarma en el celular, se levantan de la cama, se visten para ir a trabajar. Salen de la casa a las ocho, toman el subte hasta Plaza de Mayo y caminan por 25 de Mayo hasta Corrientes, bajan por la avenida hasta Alem, doblan a la izquierda sobre Alem y llegan al edificio de Lavalle al 100 rozando las nueve o, a veces, apenas unos minutos más tarde. Suben a la oficina, saludan a la recepcionista que finge estar hablando por teléfono, se dirigen a su escritorio y se preparan para pasar unas cuantas horas sentados, con intermitencias en las que se sirven un café de máquina aguado y amargo, que funciona como un escape a esa rutina que ya no soportan pero que no saben cómo cambiar. ¿Te suena?
 
Luego salen, a las seis en punto, cuando el sol comienza a caer, sobre todo en invierno. Doblan en Alem, caminan hasta Corrientes, suben hasta 25 de Mayo y siguen hasta la Plaza de Mayo para bajar al subte. Y así de lunes a viernes, semana a semana, mes a mes, año a año. Casi todos pegados a la pantalla del celular, simulando estar comunicados con otros. Algunos siguen trabajando al llegar a sus casas. Esos, los que no consiguen parar de trabajar ni siquiera los fines de semana, son los que tienen muchas más chances de convertirse en ánimas. 

Sofía lo sabía, por eso evitaba el Microcentro. Como si acercarse implicara contagio, de rutina y postmortem. No funciona así, pero mejor no arriesgarse. Es preferible permanecer en su ph de Parque Chacabuco, sin jefes y bajo sus propias reglas, vistiendo pantalón de pijama y camisa de abogada. Pero la mañana del desmadre un cliente la citó en Microcentro y, bajo protesta, fue. 

Pedro había ido a anotarse en la facultad, esa privada sobre Avenida Corrientes, ahí nomás de Callao. Quería ser traductor de inglés, en una acción revolucionaria de combatir al traductor de Google. Quería, lástima que no iba a llegar siquiera a cursar el primer día. Esa tarde estaba saliendo del edificio de la universidad, bajando las escaleras de entrada, cuando todo estalló. 

María estaba repartiendo folletos en la esquina de Rodríguez Peña y Callao, a pasos del Paseo La Plaza, para ganarse unos pesitos para el fin de semana. Iba a quedarse sola en casa por primera vez y había organizado una fiesta con amigos, que por supuesto, no pudo ser. Ni la fiesta, ni esa primera vez. 

Luana trabajaba a pasos del Congreso, en una librería. Vio desde detrás del mostrador el instante preciso en el que capturaban a su novio, que había caído de sorpresa en el local. Y no pudo ver más. 

Marcos corrió más rápido que en cualquier maratón de esas en las que solía participar y permaneció oculto unas 24 horas, según dijeron, esperando que todo se tranquilizara.

Pasaba cada tanto, era sabido y necesario, solo que no nos avisaban cuándo iba a pasar. Como la muerte misma, la natural. Si se daba que justo estabas en Microcentro, “y bueno, le tocaba”, decíamos, y seguíamos con nuestras vidas como si nada. Por eso, aunque todos tenemos ese destino marcado, por las dudas, yo igualmente evitaba ir. 

Después de la primera pandemia mundial, allá por el 2019, se impulsó tanto el “trabajá menos y mejor”, que casi no había fuerza de trabajo. Todos querían ser jefes, manejar sus tiempos y tener sus propios emprendimientos. Así fue que las ánimas entraron en escena y empezaron a copar esos puestos de trabajo que nadie quería para sentirse vivos de nuevo. Pero claro, todos sabíamos que no lo estaban. 

Yo los detectaba enseguida a los que no tenían vida porque se la pasaban trabajando sin interrupciones. No hablaban con nadie, no veían redes sociales en horario laboral, no tocaban el celular en ningún momento. Y cuando cumplían el horario, seguían nomás, no salían disparados para sus hogares, como nosotros. Pues claro, porque no tenían hogar ni nada más para hacer. No tenían vida por vivir. Por eso, se quedaban vagando ahí en Microcentro con miradas vacias, pasos sin rumbo. 

Eran inofensivos hasta que salió esa ley que buscó eliminar vagos. Se la pusieron al hombro y, por lo menos una vez por año, salen a capturar hombres y mujeres para matarlos y convertirlos en ánimas, trabajadores incansables que no reclaman nada, que trabajan sin pedir nada a cambio.

Por eso hace años que no pisaba Microcentro hasta esta mañana que tuve que venir a traer este paquete que no llegué a entregar y que tengo entre mis piernas aquí agazapada debajo de esta mesa, contándote todo esto, y esperando.

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